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Resucitar los techos - Revista Brando

Todavía no se mueven, pero los techos en Buenos Aires empiezan a crecer: es el pasto por el que optan cada vez más en la ciudad, para cubrir de verde los edificios

Buenos Aires desde el aire será, un día, verde. Aunque cueste creer, eso es lo que dicen los más optimistas. Por ahora, la realidad es que el gris arrasa en las calles, en las fachadas y en las azoteas de casi todos los edificios. De las 20.000 hectáreas porteñas, el color plomizo llena el 18.600 del total y la vegetación sólo araña 1.400 hectáreas, según datos del Gobierno de la Ciudad. El marcador está así: mientras que a cada individuo le corresponden 57 metros de cemento puro, son poco más de cuatro metros de verde natural los que tocan por cabeza.

Para compensar el desagravio del hormigón surgen iniciativas que buscan que la ecuación quede más equilibrada. Una de ellas es la transformación de balcones, terrazas y techos en pedacitos de jardín que sofoquen la baldosa. Para eso hay que forrar el espacio de verde y desplegar pasto en las alturas. Con tierra, flores y sin miedo.

Los primeros lo hicieron hace tiempo en la ciudad, como prueba el edificio Kavanagh del barrio Retiro, que cubre sus terrazas intermedias con césped y arbustos, o la ex fábrica textil la Algodonera en Colegiales (con viviendas y un supermercado ahora) y que conserva, desde hace décadas, su techo prolongado y verde.

En los últimos años muchos más se apuntaron a esta tendencia de hacer de las casas árboles de cemento. La compañía europea de seguros Allianz instaló el año pasado en la terraza de su edificio (Corrientes al 200) jardines y paredes verdes con vegetación diseñada especialmente por el INTA. Cuentan que su objetivo es “fortalecer el compromiso con la sustentabilidad y la mitigación del cambio climático”. Y es que en esta nueva inspiración no todo es aspecto: está en los cielos, sí, pero la vegetación continúa con su función terrenal, la de absorber CO2 del aire y soltar oxígeno. Las plantas absorben además partículas nocivas en forma de gas y aerosoles, y hasta hay investigaciones que demuestran que también los metales pesados son captados por las hojas. Y otro estudio: en Estados Unidos han demostrado que la expansión de techos verdes puede captar más de 55 toneladas de dióxido de carbono en un área urbana de un millón de habitantes. (A tomar nota)

Otro de los ejemplos es la terraza de 3.000 metros cuadrados de pasto que luce desde 1996 el edificio de la Caja Seguros (en Fitz Roy al 900). Sus dueños, la familia Werthein, le prestaron atención sobre todo al aislamiento térmico que aportan los techos verdes. A través de la evaporación del agua, las plantas consiguen reducir las oscilaciones de temperatura. Son, digamos, aires acondicionados gratuitos y naturales.

Más alejado de la urbe, en Tigre-Nordelta, el nuevo aspecto de la estación de servicio YPF encumbra otra vez la tendencia. Los profesionales al cargo de la reforma, Hampton y Rivoira Arquitectos, minimizan el resultado y dicen que “no es más que un quincho con techo orgánico”, aunque a la vista resulta una sofisticada mezcla de nafta y vegetación: el desnivel del terreno permite que el pasto del suelo se transforme en la cubierta verde de la nave principal. La integración con el paisaje, una de las ventajas de la construcción ecológica, se cumple al milímetro en este edificio sustentable de YPF (el horizonte, de la cintura para abajo, cambia de forma pero no de color).

Escuelas públicas

En 2005 el proyecto de un grupo de profesionales argentinos se llevó el primer premio en el concurso Holcim Awards, destinado a las mejores propuestas de construcción sostenible en América Latina. Los arquitectos Hugo Gilardi y Raúl Halac y el ingeniero industrial Juan Raustenstrauch se distinguieron entre otros 500 equipos, y su idea –resucitar techos muertos- recibió el dulce estímulo de 100.000 dólares.

Su “Programa Cubiertas Verdes” proponía que el sector privado y el público se afanasen con lo verde. A lo público, en concreto, le recomendaban el trabajo de difusión y educación, y de una legislación que estimulara las reformas (con ayudas a la financiación o con incentivos en forma de premios y castigos fiscales, por ejemplo). Y aunque por entonces la buena fe quedó precisamente en eso, en fe y pocas acciones, ahora las instituciones argentinas empiezan a despertar de su letargo ecológico. Más visible que rápido, eso sí. ¿La muestra? Los 230 metros cuadrados de green roof sobre los que juegan los niños desde hace un año en la escuela N°6 de la ciudad, en la Recoleta. O el recubierto Centro de Gestión y Participación Comunal N° 2, en Uriburu.

La demanda entre los particulares, mientras, no para de aumentar. Desde la empresa Deferrari & Asociados aseguran que el número de consultas se duplicó este año, y también en Construcciones –B notaron el tirón: si hasta el 2009 nadie se conmovió, en 2011 recibieron quince pedidos y en lo que va de 2012 ya hubo 13 instalaciones.

Según parece, las resistencias van cayendo y así dejan despegar el interés. Y es que, en contra de lo que se piensa, ni es tan caro ni tan complejo. “La principal barrera es la mental”, explica Carlos Placitelli, arquitecto, consultor y docente en temas de bioarquitectura, y autor del libro “Techos Verdes en el Cono Sur”. Para Platicelli las cubiertas ajardinadas son “un arma ecológica” que las ciudades deben utilizar. ¿Y por qué sobre todo en el caso de Buenos Aires? Porque el pasto tiene la capacidad de absorber el agua de las lluvias torrenciales tan comunes en la ciudad y que son culpables de inundar las calles porque desbordan la capacidad de los desagües. El pasto, en suma, es una esponja que retiene más de la mitad de lo que deja el chaparrón.

Lo sabe bien Aníbal Guiser, uno de los pioneros en Capital en tapizar con pasto su terraza. Corría el año 1987 en este edificio del barrio Chacarita y unas filtraciones de agua trajeron al arquitecto del consorcio para restituir las losetas del suelo dañado. “Yo le pregunté por los techos verdes, pero me dijo que eso traía muchos problemas. Lo que pasaba es que por ese entonces nadie tenía idea y no saber… da miedo”, interpreta Aníbal. A los pocos días, el ingeniero volvió, pero con una revista alemana bajo el brazo con la estampa de una casa y un techo floreado.

“En esa época era una locura total”, dice Aníbal. “El día que estacionó el camión con los sacos de tierra y pasto y llegaron en ascensor hasta el cuarto piso, los vecinos se preguntaban ¿a dónde van con eso?”. Pero el experimento valió la pena: tuvo que firmar una nota conforme se hacía cargo del mantenimiento y de cualquier problema que ocasionara el techo verde, y además debió pagar la diferencia de precio por preferir el pasto a la baldosa. Repite, Aníbal, que valió la pena. Uno, porque comprobó que otra terraza, que se reparó en forma convencional, tuvo que rehacerse a los cinco años. Dos, porque el mantenimiento era sencillo, tijeras y regadera, como cualquier jardín. Tres, por la satisfacción de saber que limpia el aire, achica la humedad y ahuyenta la parte oscura de la lluvia. Y cuatro, “porque de repente, en medio de la ciudad, estás tirado en el pasto, a metros de altura, tomando el sol. En un jardín del cielo, lleno de flores y fragancias”.

Según la clasificación de Gernot Minke, el cuarto motivo de Aníbal sería el factor “estético y psicológico” de las cubiertas de pasto. Minke es arquitecto en la universidad alemana de Kassel y uno de los máximos pioneros a nivel mundial. Autor del libro “Techos verdes” (que Aníbal recomienda como los cristianos la biblia), el experto enumera una treintena de sus ventajas, entre ellas el aspecto anímico: “Es distinto el efecto que produce un techo de grava o con bitumen negro-grisáceo, que el de un techo de hierbas silvestres que con su belleza natural, sienta bien sobre el estado de ánimo y el espíritu humano (…) Un techo verde vive y anima a aquel que lo mira”.

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