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Alérgicos al wifi - Revista Brando

¿Es posible que las ondas inalámbricas enfermen a algunas personas? Crónica sobre esta nueva dolencia que la OMS ya estudia

La noche en Buenos Aires era liviana, de primavera. Pero Jorge solo sentía el infierno en su cabeza: hacía demasiadas horas que el dolor persistía. Era como si una maza llena de clavos le taladrara el cerebro por dentro. Por eso lloraba con ruido, con una mueca que le arrugaba la cara entera. Lloró también al llegar al Hospital Fernández, durante todo el tiempo que esperó enroscado en el asiento de plástico naranja. Lloró desde las cuatro de la mañana hasta las diez, cuando, por fin, se abrió la puerta del consultorio y la médica lo hizo pasar.

-Nombre y apellido.

-Gómez, Jorge Daniel.

-Edad.

-52.

-¿Qué le ocurre?

-¡Estoy envenenado!

Al rato, Jorge se autodiagnosticó con más calma. "Estoy contaminado por ondas electromagnéticas", dijo. Pero su interlocutora, incómoda, no supo qué responder.

Así que aquel día Jorge volvió a su casa sin solución pero con dos consuelos: el primero, el alivio del cuerpo después de muchos calmantes. El segundo, el mensaje de la médica cuando lo despidió con dos palmaditas en el hombro:

-Todo tiene arreglo -le dijo, maternal-. Todo, excepto la muerte.

Jorge ya se había acostumbrado a ese tipo de reacciones desde que empezaron los síntomas. Nadie le creía. Al principio pensó que todo era cansancio acumulado o pura vejez. Pero las semanas pasaban y el malestar aumentaba: sentía que la cabeza se le iba a romper. Y se tropezaba, se mareaba o se le caía el mate de las manos.

Una mañana, Jorge tecleó sus dolores en Internet y descubrió la electrosensibilidad. A través de la pantalla, encontró decenas de grupos de afectados en todo el mundo (en Estados Unidos, en Inglaterra o en España); leyó que Alemania prohibió el uso de Wi-Fi en las escuelas en 2006 y que Suecia ya daba pensiones de invalidez por esta hipersensibilidad a las ondas electromagnéticas.

-No lo podía creer -cuenta ahora en el jardín de su casa, en el barrio porteño de Parque Patricios-.Sentí alegría, alivio e incredulidad. ¿Sería yo también un electrosensible?

Sus primeras sospechas habían llegado hacía unos meses, cuando notó que los síntomas se acentuaban en la oficina. Jorge se ocupaba de calibrar y reparar medidores eléctricos, que son los dispositivos encargados de calcular el consumo eléctrico de cada vivienda; pero en diciembre de 2012, colocaron, a modo de prueba, una veintena de medidores inalámbricos en el pequeño espacio sin ventanas donde él trabajaba. Entonces empezaron los problemas: el malestar caía como un hacha sobre su organismo de lunes a viernes, cuando más expuesto estaba a la radiación silenciosa de estos aparatos.

Nueve meses después, Jorge decidió tomarse unas vacaciones para investigar en profundidad. A partir de ese momento deambuló en busca de un diagnóstico por varios hospitales, que siempre parecían el mismo. Él decía: sensación de fiebre, fatiga extrema, insomnio, dolor de cabeza. Y del otro lado, la respuesta calcada: "Hagamos estudios". Pero por más que le analizaron la sangre y la orina, por más que se inmiscuyeron en su cuerpo a través de tomografías o encefalogramas, las dudas persistían. Ninguna pista.

Otras veces, los especialistas se enfocaban en la mente. En el Hospital Borda, Jorge aceptó con cierta resistencia a buscar en su inconsciente. Quería poner nombre a la causa de sus males: ver si era fobia o depresión.

Pero aquello tampoco resultó.

-Cuando le conté al psiquiatra mi tesis sobre la electrosensibilidad, dijo que mi caso lo excedía. Y que no volviera más.

Para su desesperación, Jorge tenía cada vez menos respuestas y más dolores. De los consultorios solo recibía la radiación de un montón de redes Wi-Fi (la mayoría estaban en el centro de la ciudad) y una serie de licencias médicas por síntomas aislados.

***

Mientras, negociaba un despido en el trabajo, un camino tortuoso porque la Organización Mundial de la Salud no reconoce la electrosensibilidad como enfermedad. Según la Asociación FibroAmérica (una de las primeras en el país que atiende a afectados por la llamada contaminación ambiental), solo hay hipótesis que puedan explicar esta negativa: por un lado, la dificultad para diagnosticarla y, por el otro, el escaso número de afectados conocidos. "En realidad, la OMS no da respuestas oficiales y no quiere hablar del tema hasta que no se llegue a una investigación seria", dice Blanca Mesistrano, fundadora y presidenta de la asociación. "Es el ciclo de madurez de cada dolencia, un proceso normal".

Pero Jorge no desistió: en las discusiones, llenaba el escritorio del jefe con todas las pruebas que recopilaba en Internet. Le mostraba, por ejemplo, cómo en Francia, en Inglaterra o en las instituciones de la Unión Europea, los gobiernos alertan contra las radiaciones electromagnéticas. Le desperdigó en la mesa decenas de estudios científicos (de universidades en Canadá, en Bélgica, en Estados Unidos, en España) sobre el peligro de las ondas en la piel, en el esperma, en los fetos, en los cerebros acuosos de los niños. Le contó que Gro Harlem Brundtland, la directora general de la OMS desde 1998 hasta 2003, médica y ex primera ministra noruega, dijo en 2002 que sufría de electrosensibilidad. Y que con su cuerpo era capaz de detectar cualquier teléfono celular a menos de cuatro metros de distancia.

Al fin, en marzo de 2014, Jorge consiguió un despido arreglado. En 1995, su cuerpo estilizado y vigoroso había entrado en las mismas instalaciones de las que ahora, casi dos décadas después, salía sin energía ni perspectivas, y obligado a dormir en un rectángulo minúsculo con la cabeza cubierta en papel metalizado.

Sobre el papel, el doctor Arnold Llamosas dibuja un árbol grande con las siglas SSC en el tronco."Síndrome de sensibilización central", dice en voz alta. Luego la birome garabatea una rama,"fibromialgia", y otra más, "fatiga crónica". Karina, paciente del doctor, suspira, pero su atención no cede ni un poco. Conoce muy bien esas dos enfermedades, que la OMS acepta desde 1992, y que ella siente en el cuerpo desde 2007, cuando empezó a aparecer el dolor en todos los músculos y el cansancio a toda hora.

Hoy viajó desde Villa Ballester, en la provincia de Buenos Aires, hasta el barrio de Once, para ver al médico por primera vez. La acompaña Mario, su marido, porque subir al subte -con el ejército de celulares- o caminar cuatro cuadras sembradas de Wi-Fi es para ella una odisea. Karina sabe, antes de tiempo, que la excursión le costará cuatro días de cama. Salir de su circuito habitual le pasa siempre factura, pero hoy no piensa tanto en eso. Piensa solo en lo afortunada que es.

Y es que al doctor Llamosas lo busca todo el mundo (y es literal); en los foros de Internet, su nombre se repite como un mantra. Él es especialista en inmunología, pero, sobre todo, es experto en SSC. En fibromialgia, fatiga crónica, y también en sus ramas bastardas, las dos dolencias que la OMS se resiste a reconocer: la electrosensibilidad y la sensibilidad química múltiple, que desata una retahíla de síntomas cuando la persona se expone a diversos productos químicos a dosis muy bajas.

Hace apenas cinco días, dolorida, angustiada e insomne, Karina escribió a las dos de la mañana un mensaje de auxilio al doctor Llamosas. Alguien en un foro le había enviado un documento con su correo electrónico al pie. Y ella, como quien quema el último cartucho, tecleó en el celular un SOS: "Mi vida de a poco se está convirtiendo en un infierno desconcertante porque no sé qué me pasa y porque estoy cada vez más sensible. Si puedo acudir a su consulta le estaría eternamente agradecida".

A las 11.26 del día siguiente recibía un mensaje de respuesta que contenía siete palabras gloriosas: "Nos vemos el viernes a las 17". Firmaba el doctor Arnold, el mismo que este viernes a las 17 le da a Karina un prediagnóstico demoledor: "Usted padece las cuatro dolencias de la SSC".

Todavía hay que ver los resultados de la veintena de estudios (es esencial medir las hormonas del eje neuroendocrino y los elementos inmunológicos), y también analizar las planillas que Karina deberá completar durante dos meses para desvelar algún hábito riesgoso. Pero con las repuestas de hoy, el doctor Llamosas ya se atreve a dar un diagnóstico. Lleva detectados más de 3.000 casos (unos trescientos en la Argentina) desde que en 1991 se encontró en el Hospital Durán de Buenos Aires con Amapola.

Ella tenía 36 años y sentía calambres en los músculos, le molestaba la luz y, aunque durmiera, el cansancio persistía. Todo el mundo pensaba que estaba loca; pero él, sin saber muy bien por qué, empezó a investigar posibles causas orgánicas. Las encontró: Amapola tenía fibromialgia y fatiga crónica.

Las dolencias del SCC son difíciles de diagnosticar porque no se ven en el cuerpo. La medicina occidental está habituada a que las enfermedades dejen una huella: ya sea un virus (una gripe, por ejemplo), un órgano o un tejido maltrecho (el corazón en una insuficiencia cardíaca), o bien una deformación (el cáncer es así, las células enloquecen y se deforman). Estos síndromes, en cambio, son desórdenes en las funciones vitales que no tienen rastro. Son fantasmas que no se pueden medir ni cuantificar.

El texto completo en Revista Brando


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