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Entre Barajas y Ezeiza - Revista Newsweek Argentina

Me entero de la expropiación de YPF por celular. El SMS de una amiga española —que también eligió la Argentina— me recomienda que vaya empacando mi maleta, antes de que la tensión nos devuelva al Primer Mundo (en crisis). Mientras encajo la noticia, advierto que el conductor del bondi me contesta, que el kioskero me habla con amabilidad y que la frutera hasta me sonríe. Respiro aliviada: mi avión mental vuelve de Barajas a Ezeiza, hacia atrás, como rebobinando. Y en el mismo momento pienso en cuántas idas y vueltas se dieron desde que se conocieron ambos países. El odio de la colonización, los brazos abiertos a la Madre Patria, el corralito, la crisis europea o el conflicto con Repsol.

Ahora tiembla España ante la sombra "chavista" de Kirchner; las empresas del otro lado abren más los ojos para ver qué sigue a este arrebato nacionalista y la prensa explota de comentaristas que reaccionan con furia ante el conflicto.

Las observaciones son lo que son. Retazos de argumentos que son la punta del iceberg de una relación centenaria. Entre los argentinos están los avergonzados ("país de pandereta", dicen), los miedosos ("¿quedarán ganas empresarias de invertir en el sur?") y los que escriben con la media sonrisa, un punto de sorna, y disparan el desquite ("ya va siendo hora de que sepan lo que es bueno, ladrones"). Entre el discurso de los rencorosos aparece el Reino Unido en la maraña, el oro ("yo no fui", responde un madrileño) y el corralito, en el que para muchos España no actuó como anfitrión modélico (la puerta de la frontera se entornaba para el Tercer Mundo).

Para entonces, en la crisis de 2001, hubo éxodo masivo (se calcula que desde entonces, marcharon 800.000 argentinos a España, la provincia de Santiago del Estero al completo; 200.000 continúan en Europa). Recuerdo la primavera de 2002 en Barcelona estrenando visión: mates en el parque y deleite por la tonada repleta de "ches" y "boludos". Los ches —y sobre todo los boludos— sacaban pecho para demostrar que ellos, a su manera, también eran europeos. Allí surgía la disonancia, con el agrande y el chamullo, capaz de convertir cualquier oficio en una actividad ilustre y brillosa.

Sí, los argentinos eran diferentes. O eso creo yo. Supieron llegar, supieron entender el contexto y supieron enfocar y concentrar fuerzas hacia el objetivo. Un proceso común en cualquier migración. Pero en su caso, llegaron donde otros extranjeros no lo hicieron. Ni bolivianos, ni ecuatorianos ni salvadoreños. Llegaron a las redacciones de revistas, a los bufets de abogados, a los escenarios. Muchas veces, eso sí, con mucho esfuerzo (el de empezar de nuevo), y, generalmente, con mucho ruido (en 2007, estuvieron al frente de 21.000 empresas españolas).

Lo enseña bien Campanella en su "Vientos de agua": el protagonista Ernesto Olaya persistió hasta hacerse lugar en un estudio de arquitectos. Medio siglo antes era su padre el que atracó en Buenos Aires, aunque entonces todo era diferente. Era como una película en blanco y negro, con llantos y risas, en la que todo estaba bien porque el argumento era para todos el mismo.

En 1969 otro padre, el mío, llegaba a Lima a empezar una nueva vida. Y por eso, durante mis diez primeros años de vida me acostumbré a esa extraña devoción que sienten los latinos al escuchar las tres sílabas. Es-pa-ña. No importaba mucho el trasfondo, el qué y el quién. Importaba sobre todo el dónde: la admiración llegaba, simple y mágica, con el convencimiento de que el individuo procedía de 10.000 kilómetros más allá, de las entrañas de la mater, de "la que nos civilizó". Las puertas se abrían, como en barrio Sésamo, con la piel blanquecina y las eses sonoras.

Y ahora, que vuelvo a Sudamérica, todo cambió de nuevo. Ahora en la Argentina ya no quieren celebrar el 12 de octubre. Con o sin YPF hay gente a la que el acento no encandila, porque es un espejo del abuso. Ahora, se repasa la historia con más conciencia en lo que se arrebató (junto con el dinero estaba la dignidad). Y, claro, el resentimiento.

Al mismo tiempo, emerge también el afecto. "Argentin@s, os queremos", postea divertido un andaluz que reside en Rosario, para limar asperezas. Y el sentimiento es de ida y vuelta: los argentinos a los españoles, nos quieren. Primero, porque hay afinidad (el apellido, la comida, el abuelo). Segundo, porque es una tierra que vive y que interpreta bien al que se arriesga. Lo acoge, lo ampara. Lo entiende.

Del otro lado también cambió el patrón. Existe aún el español de las ínfulas, el que sustenta un primermundismo obsceno, nauseabundo y fantasioso (porque cree que será para toda la vida). Pero hay un poco de luz entre quienes —además de aprovechar la última pirueta de Cristina como un acicate a la inversión en energías propias renovables— saben diferenciar el grano de la paja.

Como mi amigo Felipe decía en Facebook: "En los últimos años los españoles/as sólo hemos visto aumentar el precio del petróleo, incluso en los momentos de mayor abundancia de este recurso. Los beneficios que Repsol ha tenido nunca han beneficiado a la población española. Así que ahora no queremos que los medios de comunicación, Gobierno y Repsol nos manipulen para enfrentarnos contra un país como Argentina. La expropiación de YPF no es un ataque contra los intereses de España, sino contra los intereses de una empresa internacional y sus multimillonarios accionistas".

Lo dicho. A veces, hay luz.

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