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Cuando el cuerpo remedió la guerra - Blog Orsai

Por entonces Marcelo Vallejo tomaba quince pastillas diarias para aplacar el dolor de adentro. Para levantarse el ánimo. Para dominar la ansiedad.

Quince.

Su cuerpo reaccionaba a la invasión entornando los ojos y aflojando la carne. Dice Adriana, su mujer, que a veces un hilillo de saliva le recorría la comisura de la boca hacia abajo como un río transparente. Y es que esa parecía la única manera de domarle el malestar y las bravuconadas. Dos días antes, cuando lo ingresaron en el hospital militar de Buenos Aires de Campo de Mayo para rehabilitarlo, Marcelo irrumpió en las instalaciones vestido de verde guerra –como solía hacerlo hacía meses. Y, con la bandera argentina sobre los hombros, dio estrictas instrucciones de cómo cuadrarse y cantar con corrección la Marcha de las Malvinas.

Mientras entonaba el himno, solemne, sostenía en la mano izquierda un pequeño cofrecito con recuerdos de las islas, lo único que logró manotear cuando Adriana y su hermana Susana dijeron hasta aquí. Marcelo había vuelto a las andadas. Y aquel 2 de abril (el aniversario del inicio de la guerra entre Argentina e Inglaterra) se presentó de nuevo en casa con demasiado olor a alcohol, con mucha huella a droga. Y así el exsoldado, sin quererlo, convirtió la fecha épica en otra efeméride para recordar: el día en que tocó fondo y la vida empezó el bosquejo de un nuevo trayecto para él.

Era 1999, o diecisiete años después.

***

-Acá la guerra se vivió como un partido de fútbol. ¿Entendés? Se hundían dos barcos ingleses y la gente gritaba para celebrar. Pero cuando llegó el fin de la guerra sacaron un título gigante, “Estamos derrotados”, y entonces el partido terminó. La gente abandonó el estadio y nunca más.

-¿Y los excombatientes?

-Nada. Ni reconocimientos, ni ayudas ni nada. Nos escondieron, nos olvidaron, y eso lo hizo todo mucho más pesado. A veces aparecía la lástima… A mí me tienen podrido con eso de

-…

-¿Sabías que además de los 649 caídos en el conflicto, hubo más de 500 suicidios en la posguerra?

Marcelo rompe solo a veces el ritmo mate de su discurso, como ahora. Pero en general su voz es lenta o está cansada (no se sabe). Y sus ojos tibios miran de puntillas para no desafiar los límites de su propia timidez, que sigue allí, impertérrita, a pesar de los años. Cumplirá en breve los 51 y aún luce joven tras la remera estampada con las Malvinas.

En su casa, en San Miguel, en provincia de Buenos Aires, la silueta de las islas es una marca, un crucifijo que está en cualquier lado: en un llavero, un cenicero, un adhesivo en la pared, una distinción, una bandera. Está en los papeles azules, rosas, a rayas de las cartas que le enviaba a su Carucha querida. 25-2-1982. “Carucha acá ocho días que no vemos el sol y para colmo llovizna todo el rato”. Está en las revistas, en las cientos de fotos. 25-5-82. “Aquí lo único que podés hacer es fumar como loco y pensar y pensar”. En la computadora, en las medallas, en los CDs. “Estamos contentos de estar defendiendo a la patria y más aún en una posición de la primera línea de ataque, que es la que cuida la costa”. “Cuando vuelva, Caruchita, voy a ser otro”. En la piel, esculpida en tinta negra.

***

Carucha es Adriana Villanueva, la mujer de Marcelo de toda la vida. Cuando él se alistó como voluntario a la guerra en 1982, hacía cinco meses que eran novios. Él tenía 19 años. Ella también.

Y a su vuelta –como predijo- su enamorado era otro. Más flaco, la mirada triste. Mutilado con el cuerpo entero. El shock postraumático mantenía la bronca de Marcelo en silencio. “No siento nada”, pensaba encerrado en su habitación. Y si ni él mismo entendía, su Carucha mucho menos. Pasaron casi veinte años antes de que pudieran averiguar con qué se enfrentaban y cómo podían hacerlo. “Nadie nos explicó qué estaba pasando”, reclama Adriana.

Entonces Marcelo se refugió en sus compañeros excombatientes, se perdió en un mapa confuso lleno de alcohol, drogas y callejones siniestros (“Me hago bolsa. Estampo el auto y me hago bolsa. ¿Sabés cuántas veces pensé eso?”). Ella, mientras, sostenía el hogar. Quizás por eso, aún hoy, aparece en su casa como una reina en medio de sus dominios. El pilar más fuerte de entre todos los muros. Había que encargarse de Facundo y Juan, los dos hijos de la pareja, y, sobre todo, de Marcelo.

“Ahora con ciertas cosas puedo respirar, pero él todavía es muy dependiente. Le falta un largo camino. Y tiene miedo de no tenerme a su lado porque yo sé cuando está en peligro y cuándo no. Yo soy quien le pone los límites”.

Eso lo dirá otro día por Skype. Pero esta mañana, desde un lado de la mesa, Adriana escucha a su marido y le ceba los mates. Es una hermosa esfinge de ojos azules que nutre y resiste.

***

En 1999, después de cuatro meses de rehabilitación en el Campo de Mayo, algunas cosas cambiaron en la vida de Marcelo; otras, pese a las pastillas, siguieron exactamente igual. Entre ellas, las recaídas en cada juerga.

En el verano de 2002, sin embargo, algo se transformó: en el agua prendió una semilla.

La Rioja. 2002. El aire está a 33°C. La camioneta se estaciona cerca del dique de Olta. Al volante va Marcelo Vallejo. El resto de asientos los ocupa una docena de excombatientes que le acompañan en estas vacaciones. Recorren el país y duermen en carpa. Cuando cae la tarde, la cerveza y el fernet empiezan a circular. Hay asado. Y el paisaje es soberbio. Las montañas rodean el agua encerrada por el terraplén. En la cabeza de Marcelo los medicamentos se mezclan con el alcohol. Todo empieza a ser más suave. Todo es posible. A medianoche Marcelo ya tiene superpoderes. Busca una vista clara. El pasto en la planta de los pies. Hace eses. Avanza. Camina más. Y zas. Se lanza de cabeza al dique. No sabe nadar. Pero nada. Mueve los brazos como los deportistas de la tele. La boca pastosa. Y canta. Canta fuerte, Marcelo. Sesenta metros de profundidad. El agua contiene todo su cuerpo.

“No me ahogué de milagro”, cuenta sonriente, aunque, en él, el gesto alegre nunca llega hasta los ojos. “No sé ni cómo me sacaron mis amigos del dique. Yo no me acuerdo de nada”.

Lo que sí recuerda Marcelo es que a la mañana siguiente vio bracear a un grupo de jóvenes y le gustó. Pensó: “Yo quiero nadar así”.

Así que al llegar a Buenos Aires, agarró un bolsito y se fue derecho a la pileta de su barrio. Cuatro años después su cuerpo era otro. Y en su casa empezaron a amontonarse decenas de copas en una estantería: Dos campeonatos argentinos, dos olímpicos, un campeonato sudamericano… Hoy Marcelo es capaz de recorrer en una sola jornada 180km en bicicleta, 42km a pie y 3.800 metros a nado. En tiempo record consiguió lo que muchos anhelan: finalizar un triatlón de larga distancia, un Ironman, en menos de diez horas. Y es que un hombre de hierro que sigue viviendo en la guerra solo puede expiar la culpa a través de alguna adicción. Vallejo ya cruzó el puente: del otro lado de la cocaína el deporte es una ola de sangre nueva.

***

Un soldado nunca olvida. Por eso las tres pastillas diarias que se resisten a desaparecer. Por eso, Marcelo coronando las carreras con una bandera argentina cubierta de letras. Es un homenaje escrito a puño y letra con los nombres de sus compañeros caídos. Su modo de mantener vivo el recuerdo y a raya la conciencia.

-Después de lo que pasaste, si ahora tuvieras 19 años, ¿volverías a alistarte?

-Sí. Sí, porque para mí valió la pena.

-Y si hubiera otra guerra y les tocara a tus hijos, ¿qué les dirías?

-(Silencio)

-…

-Y… no… Yo no quiero, yo no quisiera. No sé… me los llevaría… No sé. No, ni loco. No. No quiero. No, no me gustaría para nada. Por más orgullo que yo tenga y… ¿viste? No, no sirve. No sé qué responderte.

***

Las Islas Malvinas están, literalmente, dentro de la casa de Marcelo en Buenos Aires. Hay un pedazo de tierra seca, un cubo de medio metro, en la vitrina de la galería. Se lo trajo en el primero de sus viajes recientes, el que hizo en 2009 tras gestarlo durante nueve meses.

La preparación empezó después de contactar con Marcelo de Bernardis, el primer argentino en correr en esas latitudes, y el que fue, en cierto sentido, el guía y acompañante. En todo ese tiempo Vallejo sacó su pasaporte, entrenó su cuerpo y, sobre todo, su psiquis. El miedo taponó la memoria al poco de partir: diez días antes olvidó los detalles que tantas veces martilleaban su noches. Sin forma, las pesadillas volvieron.

Con todo, el 13 del agosto el avión despegó. En los 55 minutos de vuelo entre Río Gallegos y las islas, De Bernardis le serenaba (“Ya llegamos, Vallejo. Ya llegamos”). Y, una vez en tierra, a Marcelo le pareció haber viajado en el tiempo y no en el espacio. “Te juro que veía cosas del 82. El lugar donde habíamos entregado las armas, el monte, mi lugar… De camino al hotel me dije: tranquilo, Vallejo, tenés toda una semana para pedir perdón”.

El día de la carrera Marcelo tenía mala cara. Probablemente, la noche en blanco. Sobre la pista, con el dorsal puesto, volvieron las imágenes. Y, en algún momento, el pensamiento “No estoy derrotado. Tengo una razón por la que estar aquí”. De Bernardis no le quitaba el ojo de encima. Y hasta podía oírle los latidos del corazón cuando pisaban la curva donde falleció Sergio Azkárate. El pecho al límite de la conmoción.

Entonces el tiempo se arrugó como un bandoneón: Marcelo volvió al regimiento 6 de infantería, los pies helados dentro de las botas, la atención en el mortero. Era la mañana del 14 de junio de 1982, el mismo día que se proclamó el fin de la guerra. Veía el humo cerca, escuchaba el bombardeo. De nuevo, se vio saltar por lo aires y, un segundo después, el cuerpo de Sergio sin vida a su lado. “Amigos, acá estoy, ¡volví!”, gritó Vallejo, uniendo con cuatro palabras el trascurso de tres décadas. La mano de De Bernardis aterrizó en su muñeca. “Estás conmigo”, le dijo.

Con el viento de las Malvinas azotando su cara, cruzó la meta en un estado de completa paz.

Estaba limpiando con el sudor su pasado.

***

-Nadie se responsabilizó. Y entonces los veteranos cargamos con la mochila de la derrota.

-¿Y esa no es una posición que uno asume?

-Sí, pero… no sé cómo explicarte lo de la mochila… No me la quiero sacar. Me quiero ir de este mundo con esta mochila.

-¿Y por qué?

-Porque está cargada de orgullo, de algo que, bueno, me costó cargarla un tiempo, pero ahora… me la quiero llevar.

-¿Y qué pasaría si no tuvieras esa mochila?

-Y no sé, qué se yo. Hubiese sido distinta la vida.

Escribe Borges que un hombre se confunde gradualmente con la forma de su destino. Que un hombre es, a la larga, sus circunstancias.

Antes de 1982, Marcelo soñaba con ser herrero.

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